River gana hasta cuando pierde. River caza la historia, no la suelta, no la larga, ni cuando tropieza, se equivoca y se encierra en un laberinto defensivo excesivo. River es finalista de la Copa Libertadores , una vez más, colosal en el arte copero. Lo consigue en la Bombonera, contra el rival de siempre, que se despide del torneo con una actuación digna, con el valor del triunfo, reconfortado por los aplausos. Pero River es. River. Hay que destruirlo para sacarlo de la escena: Boca solo le ganó por 1 a 0. Ese abrazo del final es conmovedor: todos juntos, otra épica monumental y en la Ribera.
«No hay nada más después de esto, no hay nada más. Más arriba que esto, no hay nada». A Marcelo Gallardo se le corta la voz, mientras toma sorbos de agua, con los ojos vidriosos, el 9 de diciembre de 2018, sobre el césped del Santiago Bernabéu. River acaba de lograr la Copa Libertadores convertida en leyenda y el entrenador, creador del equipo más afilado y competitivo de la historia millonaria, baja por unos segundos la guardia. Parece el principio del final del ciclo más exitoso y, sin embargo, es una ilusión óptica pasajera. Lo dice sin pensar demasiado, abrumado por la emoción.
El Muñeco vuelve a empezar: River debe mantenerse, volver a ser una referencia inequívoca en América del Sur. Juntos, son dinamita. Pasan los años, pasan los jugadores, se transforman los estilos con el mismo sello de la voracidad, de la prepotencia por el triunfo. Y lo consiguen, una vez más. River acaba la faena en la casa del enemigo íntimo, el rival de toda la vida que en el último lustro lo espía desde abajo, casi de rodillas. En una Bombonera matizada de efervescencia, pierde contra un impulsivo Boca y alcanza la final de la Libertadores por segundo año seguido, algo inédito en su vida. Y espera adversario del choque entre Gremio y Flamengo, previsto para este miércoles, en Porto Alegre.
River no escribe la historia: van juntos, de la mano. Como si se tratara de Leo Messi, convierte lo extraordinario en una rutina. La copa le provocaba traumas, Boca le generaba vértigo. Hoy, ahora mismo -y en los últimos cinco años-, es el capo de América, colosal frente a su antiguo villano.
Sudamericana 2014, Libertadores 2015, la finalísima de Mendoza, la final de todos los tiempos en Madrid, tópicos de 2018. Hoy, ahora mismo, aún en la derrota. River es un volcán, no baja la intensidad ni cuando descansa. Sabe cómo jugar esta clase de encuentros, conserva en su ADN la épica del mano a mano: inteligencia, templanza, coraje, fútbol y defensa. La que gana campeonatos: defiende con el puño apretado, ataca -de vez en cuando- con el colmillo afilado, en otra noche con su sello.
«No puedo responderlo, porque me atrapa el sentimiento», asegura el Muñeco, cuando se le consulta cuál es el mejor River de su propia historia. Es, probablemente, este: aunque todavía no se consagró en ninguno de los desafíos de la Triple Corona, es una formación atrapante. Y hasta aprendió a sufrir.
Maneja los conceptos básicos de los choques coperos: templanza, seriedad y hasta tiene esas mañas propias de esta clase de desafíos, como el arte de hacer tiempo. River dispuso del control psicológico, Boca se disfrazó de una formación agresiva, audaz, con Andrada como una suerte de líbero peligroso, al límite.
La polémica se presentó por un gol no cobrado a Salvio, luego de que la pelota pegara en el antebrazo de Mas. Si desde el factor anímico River se imponía en la escena, era Boca quien sobresalía en la búsqueda, en la determinación, al provocar una salvada de Armani (pudo ser gol en contra de Enzo Pérez) y un cabezazo de Salvio, que se apagó con el transcurrir de los minutos.