Eva Perón reúne todas las condiciones para ser un mito: llegó a lo más alto partiendo desde muy abajo, murió joven y en el esplendor de una vida donde la historia se tiñe con el rosa y negro de las respectivas leyendas.
Despertó hacia ella todos los sentimientos menos uno: la indiferencia. Para unos era el “hada rubia”, la “abanderada de los humildes”, la “compañera Evita”; para otros “esa mujer”, “la Eva”. No había lugar para los grises en aquella dinámica política y social que marcó los años del primer peronismo, que incluyó aceleradas transformaciones, como la socialización del espacio público, la masividad de la enseñanza media y superior; la garantía estatal del cumplimiento de los derechos laborales y el acceso a niveles inéditos de saludos, servicio, ocio y consumo para los sectores populares; pero también el uso intensivo de la propaganda oficial en paralelo con la exclusión de la oposición de los medios masivos de comunicación, la persecución de los opositores y el culto.
Aquellos años dejaron saldos positivos y negativos perdurables y una división en la sociedad argentina que parecía irreconciliable. O se era peronista o se era antiperonista. Y, como no podía ser de otra manera, este maniqueísmo se aplicó intensamente a uno de los símbolos más claros del movimiento: Eva Perón. En ella se depositaron amores y odios añejos y nuevos que seguramente la excedían, que no tenían que ver necesariamente con ella, sino con su condición de mujer en una sociedad machista; con la historia de una sociedad dinámica y conservadora a la vez; con su discurso rupturista y de barricada, con su reconocido –hasta por sus enemigos- compromiso con sus ideas; con su intransigencia y su obsesión por la justicia social que los que no la querían llamaban resentimiento.
Ícono de la revolución social
El amor de su pueblo, de sus descamisados, la sobrevivió y la convirtió primero en una santa y luego en un ícono de la revolución social de una Juventud Peronista que no dudaba en gritar a los cuatro vientos que si hubiese llegado viva a los 70 habría abrazado la causa montonera. El odio de sus encarnizados enemigos la sobrevivió y necesitó secuestrar y hacer desaparecer su cuerpo por 16 años porque, como confesó un alto jerarca de la última dictadura militar, fue a la única que le tuvieron miedo.
Si Evita viviera, qué problema, ¿no? Pero no. Se murió hace rato, allá por 1952.
Un sábado a la noche, arruinándoles la salida a varios y la vida a tantos otros.
La ciudad se llenó de flores y crespones negros, y se fue…
Nunca sabremos bien quién era. No la conocimos. La admiramos, le cantamos y le juramos no sé a quién ponerle María Eva a una hipotética hija de un hipotético país.
Ave-Eva
Maldición inicial de la Biblia. La mujer como lo opuesto a lo sagrado. Maldición ser Eva en un mundo de Aves.
Hija natural. Linda frase. Lo natural no era bueno entonces. Los “hijos naturales” quedaban fuera de la naturaleza humana, y Evita, desde chiquita, tuvo que ubicarse por ahí, en los suburbios de la vida.
Nació en Los Toldos tres años antes que la radio y unos meses después de la Semana Trágica.
Evita tuvo que entender pronto cosas que lleva su tiempo aprender. No iba a tener nunca ciertas cosas, un papá, una familia, un auto, en fin. Pero ella no quería aprender esa lección. Conoció el hambre y la humillación, los zapatos apretados y rotos y la mirada para abajo. Soportó en varias fiestas patrias la dádiva de las señoras respetables que le acariciaban la cabeza con cierta prevención. Ahí empezó a odiarlas.
“Un fuego que quema”
La vida fue desmesurada con Eva y ella fue desmesurada con la vida. Su confesor la definió como un fuego que quema pero se consume a sí mismo.
Fue poderosa y se vengó con la minuciosidad de los sufridos. No dormía, comía poco. Trabajaba todo el día. Su cuerpo se estremecía ante el dolor de sus “grasitas”. Hospitales, hogares, colonias, asilos. Allí estaba la foto o ella, la Eva.
Las señoras «decentes» y los «grasitas»
Les ganaba de mano a las señoras decentes y se hacía traer de París las últimas colecciones de moda, las joyas. Los grasitas disfrutaban al verla como una reina. Una de ellos, como una reina.
¡¿Ha visto qué modales?! ¡Qué indecencia! Decían las dueñas de la decencia, de los desplantes de Evita. Caprichosa, con mucha niñez sin estrenar, con mucho por vivir y poca vida.
En los 70 se reescribió la historia, se… ¿inventó? Una historia. Si Evita viviera sería montonera. Evita no vivía, Perón sí y no sería montonero. Había que enseñarle a Perón que Evita era esta, la resucitada, la de ahora, no la que él conoció. Pero el Viejo no quiso aprender, estaba cansado. Y la Evita montonera quedó tan lejos como la posibilidad de que viviera otra vez. “Perón, Evita, la patria socialista” y el último Perón, el que amenazó y cumplió con “hacer tronar el escarmiento”. La evitó decididamente.
Fuente: infogei